La teoría dice que estamos destinados a caer.
Si apoyamos un delgado libro, sin sostén, cae.
No hay modo que permanezca,
salvo un par de segundos, de pie.
Ahora, si el libro tuviera en el soporte inferior
una base improvisada, al menos, con dos láminas
quizá permanecería más tiempo de pie.
No podemos olvidar al lector descuidado:
ése que entra con sus lentes gruesos,
aliento a café, aire soberbio, y con los brazos
completa un triángulo que inicia desde la punta de su cabeza,
hasta la base recta de su cintura.
Este lector pasará sin percatarse del esfuerzo
del libro por estar de pie, con el fin de ser comprado,
y con un giro impreciso, lo tirará:
la teoría se comprueba cierta.
Entonces, me pregunto por el sentido de la caída;
evitamos siempre la caída,
y recaemos en los mismos paradigmas.
No queremos amar porque no queremos caer.
Tememos triunfar porque tememos caer muchas veces
antes de lograrlo.
Quizá la respuesta no sea evitar, sino caer.
Caer de peso para sentirnos vivos de verdad.
Caer de peso y levantarnos,
y seguir cayendo y levantarnos.
Quizá la caída de ese libro
signifique la llegada de un lector menos torpe,
que al notar su caída, lo abre, y cae, a su vez,
en las líneas de aquella narración.
Y, al caer en la lectura, levante la mirada
y caiga en laberintos de creación
y escriba para intentar levantar a los lectores caídos,
que sienten no poder levantarse solos.
Es eso: un intento de levantar al caído
para que vuelva a caer
porque esta es la teoría que manejamos.
Quizá el lector torpe nunca lo haga caer,
llamémoslo simplemente: suerte o azar.
Quizá por suerte o por azar el lector menos torpe
nunca encuentre dicho libro,
ergo, nunca caerá, ni se levantará,
y la lucidez nunca iluminará y oscurecerá su pensamiento.
Por lo tanto, su historia será la misma que tuvo
antes de llegar a la librería:
evitar caer.