venerdì 27 ottobre 2017

La teoría dice que estamos destinados a caer.
Si apoyamos un delgado libro, sin sostén, cae.
No hay modo que permanezca,
salvo un par de segundos, de pie.
Ahora, si el libro tuviera en el soporte inferior
una base improvisada, al menos, con dos láminas
quizá permanecería más tiempo de pie.
No podemos olvidar al lector descuidado:
ése que entra con sus lentes gruesos,
aliento a café, aire soberbio, y con los brazos
completa un triángulo que inicia desde la punta de su cabeza,
hasta la base recta de su cintura.
Este lector pasará sin percatarse del esfuerzo
del libro por estar de pie, con el fin de ser comprado,
y con un giro impreciso, lo tirará:
la teoría se comprueba cierta.
Entonces, me pregunto por el sentido de la caída;
evitamos siempre la caída,
y recaemos en los mismos paradigmas.
No queremos amar porque no queremos caer.
Tememos triunfar porque tememos caer muchas veces
antes de lograrlo.
Quizá la respuesta no sea evitar, sino caer.
Caer de peso para sentirnos vivos de verdad.
Caer de peso y levantarnos,
y seguir cayendo y levantarnos.
Quizá la caída de ese libro
signifique la llegada de un lector menos torpe,
que al notar su caída, lo abre, y cae, a su vez,
en las líneas de aquella narración.
Y, al caer en la lectura, levante la mirada
y caiga en laberintos de creación
y escriba para intentar levantar a los lectores caídos,
que sienten no poder levantarse solos.
Es eso: un intento de levantar al caído
para que vuelva a caer
porque esta es la teoría que manejamos.
Quizá el lector torpe nunca lo haga caer,
llamémoslo simplemente: suerte o azar.
Quizá por suerte o por azar el lector menos torpe
nunca encuentre dicho libro,
ergo, nunca caerá, ni se levantará,
y la lucidez nunca iluminará y oscurecerá su pensamiento.
Por lo tanto, su historia será la misma que tuvo
antes de llegar a la librería:

evitar caer.

venerdì 20 ottobre 2017

En cada respiro, ingiero una cantidad exorbitante de aire
hasta ponerme colorada. Los pulmones lo contienen tanto
que triplican su tamaño y luego desmayan por la fatiga,
cuando eso sucede, siento cosquillas y exhalo abruptamente.
En cada respiro, descubro una parte de mí que no conocía:
mis tejidos bifurcan y escriben historias nuevas en las líneas de mi rostro,
y las ondas negras que recorren mi espalda destiñen;
y mis manos, y mis pies, van encogiéndose.
De pronto, todo eso se detiene cuando tu recuerdo
dibuja mi boca, la desdibuja, la inventa,
la pellizca, la agranda, la hace sonreír,
la hace hablar.
De pronto, recuerdo el palpitar de tu corazón sobre mi pecho
que sabe tanto a mañanas de café y de pan sumergido en el café,
que bebemos de una misma taza.
Te digo, amor, que ese recuerdo sabe también a mañanas de amor
consumado en un cuarto alquilado con las paredes pintadas de nos,
y, desnudos, hablamos de laberintos o discutimos y nos enfadamos.
En ese recuerdo, la serenidad contagia mis pensamientos
al contemplar la dulzura de tu cuerpo tibio reposar;
beso tu hombro derecho, donde apoyo mi cabeza,
y cierro los ojos para recordar al revés en la vejez.
Vos, esto, no lo tenés que saber. Vos tenés que comerte un helado,
tararear melodías para que yo, desde acá, pueda escucharlas.
Vos tenés que dormir, despertarte, bañarte, vestirte, salir, comer.
Vos tenés que crear, fantasear, sentir placer, volar, enojarte, amar.
“¿Qué hora es? ¡No lo sé!” y tenés que partir.


Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 21 de octubre 2017

Anaida Sanguino Cárdenas